Opinion

Nacionalismo explícito

Madrid vuelve a ser el hervidero de un nacionalismo español explícito». Así titulaba ayer Enric Juliana su crónica periodística en La Vanguardia. Lo que sucedería luego, con ocasión del acto cumbre de la conmemoración oficial de la Fiesta Nacional corroboraría con creces aquella afirmación. El acto castrense fue un magno despliegue de los habituales símbolos, rodeado por una muchedumbre de espontáneos que hicieron tremolar asimismo miles de banderas rojigualdas y que abuchearon ruidosamente al presidente del Gobierno cuando éste acompañó al Rey a realizar la ofrenda a los caídos. El jefe del Estado fue sin embargo objeto de un tratamiento más afectuoso que de costumbre.

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La crispación reinante que ayer se palpaba alrededor de los festejos madrileños tiene sus causas bien conocidas: la quema de imágenes del Rey en Cataluña y las descalificaciones a la monarquía de la extrema derecha clerical; la pretensión de Ibarretxe de promover un plebiscito ilegal; la guerra de las banderas; el retorno de ETA a la actividad criminal, después de la ruptura del alto el fuego y del fracaso del proceso de paz; la poco pertinente ley de la Memoria Histórica. A todas luces, con razón o sin ella, los grandes partidos, que ya han protagonizado una legislatura descabellada, han optado por tensar el ambiente, por arengar a los suyos, por trasladar a la calle sus diferencias y sus poco disimuladas ambiciones de poder. Lo grave es que no estamos ante una ocasional polémica que vaya a resolverse en las elecciones de marzo, cuando los electores optemos por formar una u otra mayoría de gobierno: la siembra que ahora se hace puede fructificar, si el buen sentido no lo remedia, en ese nacionalismo rampante que denuncia ponderadamente Juliana, que se ha hecho obvio en las observaciones y análisis que se realizan dentro y fuera de España y que puede volver a este país de nuevo inhabitable.

El vídeo de Mariano Rajoy en que el líder de la oposición, sin las enseñas de su formación política y con el único ornato de una bandera española, erigido en una especie de jefe de Estado bis, llamó a los ciudadanos a enarbolar banderas y a celebrar patrióticamente la fiesta nacional ha sido una invitación a este nacionalismo vehemente e irracional, que rompe las últimas fibras abiertamente liberales que exhibió el PP en la era Aznar. Y conviene sin duda recordar que fue la discreción en la utilización de los símbolos, de las palabras, de los propios recuerdos, la que facilitó la convivencia que fructificó en la magna obra constituyente y en su desarrollo posterior. No tiene demasiado sentido calentar ahora las conciencias para recuperar antiguas visiones unidireccionales y, en cierto sentido, absolutas, inflexibles.

Resultaría en todo caso muy grave que la respuesta a los excesos periféricos, a ciertos desmanes independentistas en Cataluña, a la obstinación soberanista del irredentismo vasco se resumiera en una nueva intransigencia nacionalista y patriotera. De lo visto y oído en estos últimas días podrían desprenderse algunas evidencias de que estamos efectivamente en este camino, ya que quienes se confrontan abruptamente no parecen dispuestos a desistir, a aflojar en sus pretensiones, a resignar sus certezas en los lugares comunes de la tolerancia y del respeto.

La ocasión presente, esta inminencia electoral, se presta a los análisis apresurados y frívolos, a las simplificaciones más o menos interesadas que, en cualquier caso, no servirían para resolver el problema. La causa de esta tensión creciente que empieza a decantar en un peligroso y absurdo nacionalismo no es simple ni proviene de un solo lado. Aquí se han cometido imprudencias que son en parte el caldo de cultivo en que germina la inquietante actualidad. Y, en general, ha faltado nivel en los debates , talla personal en algunos liderazgos que han recurrido a la estridencia para no desvanecerse.

Tiempo hay para rectificar, para recomponer coincidencias y consensos que nunca debieron debilitarse tanto, para moderar el tono y reducir la acritud de los mensajes. Pero no se debería dilatar demasiado esta espera, en la que se atisba una inquietante y energuménica impaciencia en ciertas zonas de sombra de la sociedad civil.