LLEGARON TARDE. Agentes de un cuerpo policial del estado de Wisconsin custodian el lugar del crimen. A la derecha, vecinos muestran su dolor en la capilla de Crandon. / AP
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Una pelea de novios provocó la masacre que dejó 8 jóvenes muertos en Wisconsin

El Policía que causó la matanza, de 20 años, fue abatido por sus compañeros cuando intentaba negociar la rendición

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«Éste no era el Tyler que conocíamos y queríamos», agonizaba ayer la familia Peterson en un comunicado para sus vecinos. Horas antes, su hijo, un joven policía de 20 años, había asesinado a su ex novia y los seis amigos que se encontraban con ella en lo que parece ser el trágico resultado de una pelea de enamorados.

En el pueblo de Crandon (Wisconsin), donde ocurrió la última masacre americana, la mayor parte de sus escasos 2.000 habitantes se inclinaba por la teoría de un ataque de celos. Sólo algunos amigos de Tyler repudiaban esa versión. Todos los que le conocían coincidían en describirlo como «un buen chico, muy simpático, la última persona de la que hubieras esperado algo así», dijo Karly Johnson, una compañera de instituto, que compartió colegio con todas las víctimas.

De lo que no había duda era de su autoría. La noche de la tragedia había comenzado como un sábado típico. A las 20.30 horas, en un aparcamiento del pueblo, junto al banco, Tyler comentaba con sus amigos los planes para el fin de semana. Ir a pegar tiros al monte o a pescar, «lo normal» en esa zona boscosa del norte de Wisconsin, contó a un periódico local uno de sus amigos. «Estaba tranquilo».

Al otro lado del pueblo, en la hamburguesería Eats and Treats donde trabajaba, su ex novia de toda la vida, Jordanne Murray, con la que según la Policía «iba a y volvía», convencía a su compañera de trabajo Lindsey Stahl, de sólo 14 años, para que pidiera permiso a su madre y se quedara en su casa esa noche. Llamarían a los amigos, alquilarían unas películas, pedirían unas pizzas...

Discusión

A la madre de Lindsey le pareció bien. Así no tendrían que conducir de vuelta a casa por la noche. Era más seguro, creyó. Pasaron por casa y cogieron una muda de ropa. No volvería a verla con vida. A las 2.47 horas, Tyler apareció en la casa donde siete adolescentes pasaban la noche del sábado. Discutieron, salió iracundo, cogió su rifle del coche y volvió a la casa. Tuvo que forzar la entrada y, una vez dentro disparó treinta cartuchos. Cuando la Policía llegó, a los pocos minutos, sólo quedaba un adolescente con vida, en estado crítico.

Los vecinos habían oído los disparos, seguidos del chirrido de las ruedas de un coche. Tyler todavía tuvo tiempo de enfrentarse al primer agente que llegó al lugar, antes de darse a la fuga.

Horas después le localizaron en una casa a doce kilómetros de Crandon. Tenía consigo un rehén y negociaba por teléfono con su jefe las condiciones de su rendición, pero no le salió bien la jugada. Sus propios compañeros lo mataron en cuanto le tuvieron a tiro.

«No sé lo qué estaba pensando, más allá de que buscaba una solución potencial para el caso, pero desafortunadamente no tuvo éxito», explicó el jefe de Policía. «Cuando hablé con él por teléfono estaba tranquilo y entendía el dilema en que se encontraba». Tyler había sido ascendido recientemente a ayudante del sheriff y había hecho un curso de las las fuerzas especiales.

Para las familias de las víctimas, eso era lo más difícil de tragar. «¿Un policía!», sollozaba la madre de Lindsey. «La gente que se supone que tiene que protegernos».